EL LOBO EN EL ESPEJO, por Lobo Estepario
Mi padre me impuso el nombre de Francisco, como el santo. Cuentan que un día San Francisco predicó a los animalillos del bosque. Cualquiera con algo de sensatez puede culminar, a partir de estos hechos, y que Dios me perdone, que San Francisco era un imbécil. Sin embargo, los cronistas fieles lo narran de otra manera: aquel día memorable el santo no predicó a las ardillas ni a los gorriones, sino a los cuervos, los buitres y otras bestias de carroña. Que cada cual extraiga de ello sus propias conclusiones. Pero, decía que mi nombre era Francisco. Soy también monje (franciscano), y en el ora et labora consumo los días que me quedan. Antes fui cazador, primer montero de Luis XV (que Dios guarde) y, según cuentan, el mejor que nunca dio el reino. Pero he dejado de atender a alabanzas de cuervos, buitres y otras bestias de carroña. Ya compartí su desenfreno y su ansia, ya gané suficientes trofeos para ellos: que ahora guarden polvo en mansiones oscuras, donde no entra la Luz ni la Palabra. Yo tengo pecados que purgar, y me falta el tiempo.
¡La Bestia ha vuelto a matar! gritan, y los padres temerosos de Dios encierran a sus hijos bajo siete llaves. Pero el pasto crece sin que sirva de alimento al ganado, que muge de hambre y no da leche ni carne. Alguien decide al fin que una muerte no puede detener los giros del mundo, y sale al campo a pastorear o, si es cobarde, envía a otro que haga por él la tarea. Y entonces, el grito se repite: ¡La Bestia ha vuelto a matar!... una doncella destripada que yace blanca entre las flores, el cadáver de un mozo con la cara tan comida que no lo reconoce ni su propio padre, quizá una albarca tirada en el prado, calzada aún por un pié al que le falta el resto del cuerpo. Qué más da. El cura, encaramado en el púlpito como un cuervo, alza las manos al cielo y, ante el silencio del Altísimo, grita que bien merecido lo tenéis, pecadores, que la bestia es un castigo que os manda el Cielo porque no rezáis cada día como está mandado, porque fornicáis con la mujer del vecino y porque blasfemáis en la taberna. Entonces, se obra el milagro entre las gentes, y todos se vuelven sinceros, y se arrepienten, y salen de la iglesia cabizbajos, pero contentos, porque al fin han encontrado una razón que explique su desgracia.
Pero hay un pensamiento que revolotea en torno a sus cabezas, difícil de aventar, molesto como una mosca tenaz: "mejor el otro que yo". Y no pueden dejar de pensar con alivio que, si muere alguien más por la cólera del Señor, será la hija de Fulano, bien conocido en la comarca por sus muchos pecados. Buscan chivos para la expiación y hacen acopio de miserables razones para creer que no serán los próximos en morir. Necios.
La noticia ya corre por toda Francia: me han contado acerca de un extraño animal o demonio que asola una olvidada región de Auvernia. "La Bestia", como han dado en llamarla, tiene ya en su haber más de ciento treinta asesinatos en menos de tres años, sin que las muchas batidas que se han organizado para cazarla hayan dado resultado. Sin duda es el propio Demonio quien hoya esas tierras, o quizá sea un castigo de Dios, aunque no entiendo que Su mano firme caiga sobre esta pobre región de vaqueros y campesinos, siendo París la verdadera urbe del vicio. Tanto da: mi señor el Rey no tolera que nadie ni nada escape a su jurisdicción, puesto que Él es Ley y Estado, y representante de la voluntad de Dios en la tierra, al menos en la de Francia. Y está decidido que la tal bestia ha superado, en número y forma, las muertes que le están permitidas cometer a un animal cualquiera, tal y como fue creado por Dios nuestro señor. Así pues, los propios dragones del rey encabezaron la última expedición, y aunque contaron que la Bestia recibió no menos de cuatro arcabuzazos antes de escapar, volvieron a París en fracaso y cubiertos de vergüenza.
Derrotadas las mejores tropas del reino, el obispo de Lyon nombró a la Bestia castigo divino, y alguna cabeza pensante de la corte (animada sin duda por los muchos fracasos y la cólera del Rey) concluyó que la solución a este problema está más allá de los métodos al uso. ¿Qué mejor que un hombre de Dios, cazador experimentado por añadidura, para enfrentar la obra del demonio? Alguien se acordó de este pobre monje, y aunque quise decirles que el hábito no hace piadoso al hombre, la cédula real que tengo ahora en las manos no admite más que la obediencia. Me ha sido encargada pues la caza de la Bestia, y mañana partiré a Gevaudan como monje de la orden de San Francisco, y de nuevo (tras tantos años) como primer montero y heraldo de la voluntad real. Pasaré la noche en oración, a la espera de que Dios me dé fuerzas para afrontar esta tarea ingente, y no deje que la soberbia me incite a pensar que saldré victorioso.
¿Cuántas expediciones de caza han fracasado desde que la Bestia habita entre nosotros? ¿Acaso cinco? ¿Siete? Ciertos aldeanos dicen haber visto de lejos a la Bestia en alguna de sus matanzas. Algunos dicen que es grande, más que un oso, otros que no, que como el lobo; los hay que juran que anda a dos patas, los demás, que corre veloz sobre cuatro; unos dicen que es pelona, otros que muy peluda, de color rojo, o negro, o pardo, según quien lo cuente. Que es un lobo, un oso, un simio, un tigre, o todos a la vez, una quimera espantosa, indescriptible. Todos dicen cosas distintas, y todos quieren tener razón aun en un asunto tan tétrico. Pero hay algo en lo que todos están de acuerdo: la Bestia es una bestia, y nada más que eso. No serán capaces de imaginar, ni por un momento, la posibilidad de que la Bestia sea uno de ellos, que haya vivido a su lado, reído de los mismos chistes, compartido la misma jarra de vino frente a la lumbre. Nunca juzgarán que esto sea posible, porque tienen miedo de verse reflejados en aquello que aborrecen. Así, la Bestia debe ser algo tan ajeno al Hombre como las estrellas distantes o los peces de las profundidades, a los que nadie ha visto. No debe ser en nada similar al ser humano, para que, al presenciar una de sus horribles carnicerías, las buenas gentes puedan decir bien alto "nosotros nunca haríamos algo así".
Cuando entré en el pueblo de Gévaudan, y para mi vergüenza, fue como si en domingo de ramos Cristo entrara de nuevo en Jerusalén, tan desbocada era la esperanza de aquellas gentes, tanto su festejo al ver al que creían su salvador. Gentes mezquinas, pensé, que adoráis a la espada y olvidáis al guerrero que la maneja. Al cabo, fui conducido hasta un pequeño palacio donde me esperaban los nobles provincianos, que embutidos en sus mejores galas, ensayaban con gesto grave sus más elaboradas reverencias. Creo que se sorprendieron al ver que el montero del rey llegaba con apenas escolta y vestido con las humildes ropas de un cazador cualquiera (me permití colgar el hábito a favor de un atuendo más propicio a la montería). Aquellos nobles de provincias dieron mil y una gracias al Cielo, e hicieron interminables votos de perpetua salud y larga vida a nuestro señor el Rey. Pasamos a las explicaciones, y daban paseos de un lado a otro de la sala, inflados como pavos y abriendo y cerrando los brazos; tal parecían cómicos de baja categoría. Aquellos soberbios consideraban mi presencia como una atención directa del Rey hacia sus personas, y quizá alguno llegó a creer que tal acontecimiento justificaba en algo tantas muertes y asesinatos, que algo bueno había de salir de todo este asunto de la Bestia. Después de escuchar todo tipo de explicaciones absurdas acerca de las costumbres y apariencia de la Bestia, decidí retirarme a descansar. Para consternación de los hidalgos, rechacé el lecho de pluma que con grandes gestos me ofrecían, y me hospedé en un convento cercano.
Nace, llora, aprende, escucha consejos, no los sigas, yerra, pelea, triunfa, ama (o finge que amas), trabaja, sufre, duda, hazte viejo. Y si aún te resta tiempo, empléalo en meditar sobre aquello que no pudiste hacer y que ahora ya no importa. Luego muérete y procura hacerlo sin gloria, pero tampoco con pena. No permanezcas demasiado presente en la memoria de tus hijos, no sea que acaben aprendiendo de tus errores. Vive una vida sin vida, gris en el polvo gris que hay entre el cielo y el infierno. Luego, desaparece. Esto es lo que me dijeron al nacer, y bien sé que sólo los santos y los demonios perviven en los libros de historia. El santo se abandona a la contemplación extática de su Idea, como si presenciara obnubilado una danza sin fin. En ese momento, cuando al fin trasciende las leyes de los hombres, se hace libre y fuerte, olvida la incertidumbre, olvida que una vez fue humano.
Ya ha llegado al pueblo el cazador del rey, y según se dice, trae fama de santidad. Veremos si es cierto. Parece que la Bestia ya es famosa, y los mediocres que se tocan con corona han enviado a un santo para combatir al demonio. La hora está próxima.
En los conventos los catres son fríos y duros. Lo prefiero a un lecho de plumas, pues el dolor de huesos me ayuda a recordar que mi alma existe como algo ajeno a mi cuerpo, pobre envoltura caduca a la que un día ha de cubrir la tierra. Pienso en el cadáver que me mostraron esta mañana: era una niña, y la Bestia le había comido medio cuerpo; un único ojo me miraba desde su cara destrozada. Quiero borrar esa mirada de mis recuerdos, esa mirada azul (limpia entre toda aquella sangre) por la que aún me estremezco de asco y compasión. Por el ventanuco sin vidrios entra una brisa helada que acaricia mi cuerpo desnudo mientras me arrodillo a rezar en el suelo de piedra. Padre nuestro, que estás en los cielos, perdona nuestros pecados y no permitas que el demonio siga azotando estas tierras, pongo mi vida en tus manos, yo soy tu espada fiel, haz de mi tu instrumento. Y mientras pongo mi alma en comunión con Dios, mientras intento encontrarle a Él en esta cacería interminable en la que he empleado toda mi vida, siento como, poco a poco, la paz de Jesús entra por todos mis poros. Y, por un momento, vislumbro un destello, un aroma, un aliento, una sombra de aquello que busco con tanto afán y por lo cual dejé de ser yo para ser monje. Luego, desaparece tan levemente como vino. Y entonces sé que mañana iré en busca de la Bestia, solo, pues es la mano del Señor la que me guía y cubre de todo mal. Soy un hombre dichoso, porque me ha sido dado ver la sombra de Dios, y ya no necesito más, ya nada importa, ya nada espero, ya no creo en la muerte, ya soy libre. El cadáver de la niña me mira desde la ventana, su boca destrozada sonríe, sus labios susurran venganza.
El santo es libre a su manera, pero también hay quien mata para encontrar la liberación. La sangre que corre, los chillidos, los ojos fuera de órbita, los huesos tronzados, la crueldad con que la Bestia escarba en el cuerpo aún palpitante de su víctima. Es como una elevación inversa a la del santo, el caer en el lodo de los antros más bajos, la oscuridad y el barro donde los reptiles se arrastran en silencio, donde ya nada importa sino la furia desbocada y el miedo que todo lo llena, donde es posible escapar al sufrimiento de la incertidumbre porque el destino está ya escrito por nuestros propios actos, donde podemos rendirnos al dulce abandono de continuar sin tregua con actos horrendos que ya no tienen remedio ni perdón, donde no existe la necesidad de penitencia porque no hay esperanza de redimirse. En este estado, la Bestia se abandona a sus pasiones asesinas porque ya no se reprime, no añora, no espera, igual que un dios o igual que un santo que ignora las leyes de los hombres. Y así, se erige rey en su mundo de dolor y muerte. Y como rey, no responde ante nadie, como rey es, por fin, libre.
Aún no ha amanecido, y ya me encamino en pos de la Bestia. Se me ha revelado a través de un sueño el lugar en que se encuentra mi enemigo; también, que debo ir solo: ni un millar de guerreros podrían protegerme si Dios no está a mi lado. Visto mis ropas pardas, compruebo que el mosquete está a punto, y salgo del convento mientras todos duermen. Camino durante unas dos horas, hasta que veo en la distancia una figura enhiesta en lo alto de una loma verde, y entonces se que es la Bestia, que me espera. Es peluda, de color pardo, y tiene grandes garras, viva imagen del Demonio. Me arrodillo y digo en silencio una oración. Veo entonces que la Bestia echa a correr y viene a mí entre grandes aullidos.
En realidad, yo soy así porque soy un cobarde. No pude soportar el sufrimiento y la incertidumbre que hay en ser mediocre; corté los lazos que me ataban a mi vida anterior, y caí en el abismo. Desde entonces mi vida ha sido destrucción y muerte, una matanza interminable. Muchas voces se alzarán, y dirán que estoy loco, que no soy un ser humano y, según el rasero por el que los hombres se miden entre ellos, esto será verdad. ¡Ah! Pero hay uno que está más loco que yo, ya le veo, allá a lo lejos, cruzando los prados en la luz de la mañana. Viene solo, como corresponde a un tarado que no conoce el miedo o a un ángel de salvación o de venganza. Ven, hermano, ven, hace tiempo que te espero. Yo soy la culminación de tu búsqueda, yo soy quien da sentido a tu existencia… igual que yo no puedo ser sin ti, pues ¿qué sería del santo sin el demonio, qué del sol sin la tormenta, qué del odio si no hubiera amor con que hacerle frente? Ven, verdugo mío, ven, llévame de la mano hacia la historia y la perduración.
No tengo que mirar atrás para saber que Jesús está a mi lado: siento como Su mano se posa sobre mi hombro. Colmado de una paz beatífica, cebo el arma, apunto con cuidado y disparo. La Bestia cae rugiendo y rueda ladera abajo, levantando una nube de polvo.
Ya está cerca, ya me ha visto, ya su rodilla toca la tierra, ya encara el fusil. Eleva una oración a los cielos, como hacen los santos antes de matar, y apunta con la calma de quien no tiene miedo y se sabe elegido de Dios. Corro hacia él mientras grito como el animal que soy. Un estampido lejano, una nube de humo, y ya siento como la bala me abre el pecho y toca el corazón como un dedo ardiente. Luego, sobreviene la oscuridad y el círculo se cierra.
Me acerco al cuerpo derrumbado, y me asombro por su pequeño tamaño. Entonces veo sus largas barbas, el rostro sucio más allá de toda medida, las pieles con que cubre el cuerpo flaco, los ojos salvajes que me miran sin ver. La sangrienta y terrible Bestia del Gévaudan era un hombre, nada más que un hombre. Una tristeza profunda y cansada que no sé explicar cubre mi alma como si fuera un manto.
EPÍLOGO
Poco después se presentó en París el cadáver de la bestia. Sin duda el disecador tenía talento: sé bien que obró juntando huesos y pellejos de varios lobos grandes, pero el resultado parecía real: un lobo gigantesco, las fauces abiertas y ojos llameantes. Se me devolvió con rapidez a mi abadía, no sin antes obligarme a jurar silencio. Nunca supe qué había sido de la verdadera Bestia, quien fue, ni por qué lo hizo. Aquí acabaré mis días, recluso de la indiferencia y la melancolía, pensando en el santo y sus bestias carroñeras.
FIN
Basado en el mito de la Bestia de Gévaudan
Editado por Rhaenys, 17 April 2008 - 07:51 PM.